No he corrido en mi vida. Nunca me llamó la atención esa modalidad deportiva que ahora está tan de moda. Llevo más de once años viviendo en Jaén y siempre he admirado profundamente a quienes cada 16 de enero se enfundaban las mallas y las zapatillas y salían a hacer kilómetros por una ciudad llena de cuestas en una noche iluminada por el fuego de las antorchas. Los admiraba, es cierto, pero nunca se me pasó por la cabeza ser uno de ellos, formar parte de esa locura. Y aquí me tienen, intentando todavía digerir las emociones de una noche dura y bonita a partes iguales y en la que volví a demostrarme a mí misma que querer es poder y que, por inalcanzable que nos pueda parecer un objetivo, no hay nada imposible. De verdad, que no lo hay.
Hace apenas tres meses que decidí un día “probar” a correr. Me preguntaba que tendría ese deporte que tantos adeptos sumaba y, cosas de la vida, no se me dio del todo mal aquella primera experiencia, algo importante si tenemos en cuenta que yo siempre he sido de las que se aflataban en el colegio cuando corrían 3 minutos y de las que pensaba: “menuda panda de chalados esos que se van de vacaciones y echan en la mochila su moderna y colorida ropa de ‘running’”.
Así que, así como quien no quiere la cosa, empecé poco a poco a ser una chalada más, a mi ritmo, eso sí, mucho más lenta que la media, pero disfrutando igualmente con lo que hacía. Y así, un día de charla con colegas, empezó a surgir la posibilidad “¿Y si corremos la San Antón?”, “¿Yo?”, “estáis locos”, “yo no estoy preparada para eso, yo como mucho hago 4 kilómetros”. Pero acabé estrechando una mano, la de mi amiga Aurora, y prometiendo que la correría.
Y aquí me tienen, todavía con las piernas cansadas y con un subidón de adrenalina que no se me baja, habiendo hecho un tiempo muy superior al de la media pero con la satisfacción de que terminé el recorrido, de que no me paré en todo el trayecto y de que estoy viva para contarlo. Mis lágrimas cuando crucé la meta confirmaban que estaba alucinando.
Gracias a todos los que en este tiempo me habéis animado para no desistir, a los que me habéis dicho que claro que podía, a quienes habéis creído en mí, a un caluroso público en una noche tan fría que no paraba de chocar manos, a mi equipazo egabrense, al que se quedó a mi lado hasta que lo obligué a que me dejara a mi ritmo, incluso a la que cariñosamente me dijo que igual tendría que abandonar. Y, por supuesto, gracias Aurora porque, aunque ni pudimos vernos, has tenido mucha culpa de esto.
Habrá quien piense que no es para tanto, pero a mí esta San Antón me ha hecho inmensamente feliz y me ha llevado a darme cuenta de la importancia que tiene que nos planteemos retos en esta vida, de que siempre tengamos una meta a la que dirigirnos. No ha sido fácil, qué duda cabe, pero es que la vida tampoco lo es. Y aún así nos brinda momentos maravillosos. Hagamos por buscarlos y aprovechémoslos al máximo. La recompensa llegará en forma de satisfacción personal. Y, en este caso, también de una bonita medalla de recuerdo. ¿Quién lo hubiera dicho de mí hace un año?
Enhorabuena compañera!! Yo después de un mes de parón, me enfundo de nuevo las zapatillas por un motivo muy similar: Ese amigo te convence para prepararte para una carrera. ¡A seguir siendo unos locos del running! Pero eso sí… cada uno a nuestro ritmo 😛
Saludos
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